Tenía la piel tibia, casi fragante. Podía oler desde aquella distancia el sudor de su carne, la fragancia de la sangre corriendo por sus venas, la vida en cada músculo de su cuerpo. Los dedos ajenos tomaban con gentileza su muñeca, permitiendo a la tensión vibrar en el aire un poco más. Y su sonrisa, a medio camino entre la provocación y la arrogancia, lo hacía desear más y más.
Deseo.
Nada lo definía tan bien como esa palabra deslizándose entre las sombras de la luna nueva.
Deseo.
El segundo de silencio antes de lanzarse a lo desconocido con una sonrisa entre los labios y el cor